viernes, 29 de abril de 2016

Bicentenario

El domingo pasado me pidieron con tarjeta de débito para simplificar el pago de los antibióticos en la farmacia. Hoy fui al odontólogo para un tratamiento de conducto. Sabía que se llamaba García y llegué antes de tiempo. Es un apellido muy común pero en esta situación, me cambió todas las expectativas. Los dolores y los buches no me ayudaron. Se complicaron algunas infecciones y no estaba comiendo como siempre. Tragaba sin masticar, sin saborear nada.
Como llegué antes, me pidieron que me tome unas placas. Apreté los dientes y cerré los ojos. Las  radiografías pasaron por los cables a otra habitación. Me quedé en la sala de espera. Comprobé los correos y otros actos autómatas antes de la intervención. Se escuchaban ruidos de aguas mezcladas con las mecánicas de un motor. Tenía miedo porque escuchaba a otras personas en lo que me pasaría. Quería irme.
Me llamó el médico, me pidió que deje los bártulos colgados. Como en los rayos, nada en el piso. Dejé mi campera y mi morral. Hay una infección en la pieza doce, me dijo. Me fue acomodando entre tantos silencios para dar con mi nervio enfermo.
Bajó la silla, acomodó todas sus cosas y empezó. Me pinchó con la aguja las encías con mis ojos cerrados y adormeció mi boca. Cada vez que lo hacía, me pedía que respire hondo, con la nariz. Por gajes del oficio, lo hice con mi estómago. Me relajé demasiado. Quizá un poco mejor frente a las expectativas. Prendió la luz y empezó a trabajar.
Habían distintos olores. Los clavos de olor, los perfumes de farmacia, hacían que todo se simplifique un poco. Mastiqué antes de llegar un chicle para que no se comiese el hedor de mi estómago. Usó el torno con mucha precisión. No sabía dónde dejar mi lengua para no molestarlo.Me daba cuenta que estos trabajos demandan tiempos como los mecánicos de la fórmula 1. Por cada cosa que hacía, sabía que todo le llevaba un tiempo. Para nosotros irrisorio. A él, era una eternidad. Penetró y sacó mi nervio putrefacto. Me dio varios buches con líquidos que me pidió que no trague. Lavandina creo. Me lo dijo. Escupi varias veces. Habían maderas que se lijaban a los costados. Tenía hambre. Encendió un metal y me pidió que no respire. Humo en la sala de operación. Se acomodó y me dijo que me haga una placa.
Crucé de pasillo. En la sala de rayos y con la boca adormecida, me pidieron que apriete los dientes. No cerré los ojos. Flash. Esperá afuera hasta que lleguen los resultados. Salí y conté hasta tres. Golpeé el consultorio del doctor.
Me dijo que estaba todo muy bien pero que debía volver. Hay una infección en la pieza once, enfrente del monitor. Otra comezón. Creemos los dos que fue porque un diente se me astilló con un aro que tuve en la lengua. Nunca supe su nombre pero fue claro a que tome los antibióticos porque se viene otra infección importante. Uso su firma y su sello tan rápido como su intervención en mis dientes. Con la boca silenciosa, le agradecí con señas y le estreché la mano. En la sala de espera me agendaron como un sobreturno para la semana que viene. Todo en papel.
Un par de veces hice lo mismo cuando hice teatro. Exageré y me agité frente a la falsedad como nunca me hubiese pasado ante un público a que todo esto termine de una vez. Escupí sangre hecha con ketchup y otros derivados dulces para darle dramatismo. Tulio y Fernando fueron los compañeros de ruta, con Zulu de apoyo.
Ahora fue un trámite con desconocidos. Como se lo conté al chico de la guardia el domingo pasado. Juan Ignacio, se llamaba con un timbre familiar.  Mi mundo se drenó en un barrio lleno de pus. Ahí me llamaba Gustinelli. Enfrente, volví a pagar con la tarjeta de débito. Para simplificar, firmé y puse mi número de documento y había otro cajero en la farmacia.
También hubo otra marcha que desvío, como inicial.