miércoles, 31 de enero de 2018

Girl Loves Me by David Bowie

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"En 1985 se había sumado mi problema alcohólico la adicción a las drogas, pero seguí funcionando con relativa normalidad, como muchos consumidores de estupefacientes. La idea de no hacerlo me provocaba pavor. Se me había olvidado por completo cómo vivir de otra manera. Me desvivía por esconder las sustancias que tomaba, tanto por miedo (¿Qué me ocurría sin droga? Le había perdido el tranquilo a la vida normal) como por vergüenza. Volvía a limpiarme el culo con ortigas, y esta vez a diario, pero no podía pedir ayuda. En mi familia no se hacía así. En mi familia se fumaba, se bailaba pisando gelatina y cada cual se guardaba sus cosas. 
Aún así, la parte de mí que escribe novelas y cuentos, la parte profunda que en 1975 (año que escribí El Resplandor) ya sabía que era alcohólico, no estaba dispuesto a aceptarlo. Como no entiende de silencios, empezó a gritar pidiendo ayuda de la única manera que sabía: a través de mis relatos y de mis monstruos. A finales de 1985 y principios de 1986 escribí Misery (título que describe perfectamente mi estado de ánimo), la historia de un escritor que cae prisionero de una enfermera psicópata y es torturado por ella. En primavera y verano de 1986 escribí Tommyknokers en sesiones que solían prolongarse hasta la medianoche, con el corazón a ciento treinta pulsaciones por minuto y las orejas tapadas con algodón para cortar la hemorragia debida al consumo de coca. 
Tommyknokers es un relato de ciencia ficción a los años cuarenta donde la protagonista, que es escritora, descubre una nave alienígena enterrada en el suelo. La tripulación sigue dentro, pero no muerta, sino en hibernación. Se trata de unos extraterrestres que se meten en la cabeza y hacen trastadas. El resultado es energía y una inteligencia de índole superficial (la escritora, Bobbi Anderson, inventa entre otras cosas una máquina de escribir telepática y un calentador de agua atómico), pero se paga con el alma. Fue la mejor metáfora de las drogas y el alcohol que se le ocurrió a mi cerebro, cansado y sometido a un estrés brutal. 
Poco tiempo después, mi mujer llegó a la conclusión de que no saldría solo de aquella espiral descendente e intervino. Dudo que fuera fácil, porque ya ya estaba muy lejos de cualquier sensatez, pero lo consiguió.
Montó un grupo de intervención formado por parientes y amigos, y fui obsequiado con una especie de Ésta es su vida en el infierno. El primer paso que dio Tabbi fue vaciar en la alfombra una bolsa de basura llena de cosas de mi despacho: latas de cerveza, colillas, cocaína en botellitas de gramo, más cocaína en bolsitas, cucharitas para coca manchadas de mocos y sangre seca, Valium, Xanax, frascos de jarabe Robitussin para la tos y de Nyquil anticatarro, y hasta botellas de elixir bucal. Aproximadamente un año antes, al observar la rapidez con que desaparecían del lavabo auténticos botellones de Listerine, me preguntó Tabby si me lo bebía. Mi respuesta, imbuida de altivez y superioridad, fue que cómo iba a bebérmelo. Y era verdad. Prefería beberme el Scope, que era más agradable porque sabía un poco a menta.
El sentido de la intervención, de la cual puedo asegurar que fue igual de desagradable para mi mujer e hijos que para mí, es que yo me estaba matando delante de sus narices. Dijo Tabby que tenía dos alternativas: o hacer un tratamiento de rehabilitación o marcharme enseguida de casa. Dijo que me querían los tres, ella y los niños, y que por eso no querían presenciar mi suicidio.
Yo regateé, que es lo que hacen los adictos. Estuve encantador, como todos los adictos, y conseguí dos semanas para pensármelo. Ahora, visto en perspectiva, se me antoja el resumen de toda la locura de aquella época. Hay alguien en el tejado de un edificio en llamas. Llega un helicóptero, se coloca encima, suelta una escalerilla de cuerda y grita alguien desde la cabina <<¡Suba!>>. Contesta el del edificio: <<Déjeme dos semanas para pensarlo>>.
La verdad, sin embargo, es que pensé (al menos hasta donde me lo permitía mi estado), y acabó por decidirme Annie Wilkes, la enfermera de Misery. Annie personificaba la coca y la bebida, y decidí que estaba cansado de ser un escritor mascota. Temí no poder seguir trabajando sin alcohol ni droga, pero decidí (repito, hasta donde me lo permitía mi estado de confusión y desánimo) darlo todo a cambio de seguir cansado y ver crecer a los niños. Si de veras había que escoger.
Que no fue el caso, evidentemente. La idea que la creación y las sustancias psicotrópicas vayan de la mano es uno de los grandes mitos de nuestra época, tanto a nivel intelectual como de cultura popular. Los cuatro escritores del siglo veinte cuya obra ha tenido mayor responsabilidad en ello deben de ser Hemingway, Scott Fitzgerald, Sherwood Anderson y el poeta Dylan Thomas. Son los que han formado nuestra visión de un yermo existencial en lengua inglesa donde la gente ya no se comunica y vive en un ambiente de asfixia y desesperación emocionales. Ninguno de esos conceptos le es desconocido a la mayoría de los alcohólicos, pero la reacción habitual es encontrarlo gracioso. Los escritores que se enganchan a determinadas sustancias no se diferencian en nada de los demás adictos; son necesarios para atenuar un exceso de sensibilidad no pasan de ser una típica chorrada para justificarse. He oído el mismo argumento en boca de operadores de quitanieves: que beben para calmar a los demonios. Da lo mismo ser James Jones, John Cheever o un simple borracho de banco de estación; para un adicto, el derecho al alcohol o la droga elegida debe protegerse a toda costa. Hemingway y Fitzgerald no bebían porque fuesen personas creativas, alienadas o débiles moralmente, sino por la misma razón que todos los alcohólicos. No digo que la gente creativa no corra mayor riesgo de enganchars que otros trabajos, pero ¿y qué? A la hora de vomitar en la cuneta, nos parecemos todos bastante".

(Stephen King, Mientras escribo, 2000)